miércoles, marzo 09, 2005

the long and winding road (XXII)

XXII. El enganche del caracol

Era una cosa extraña. Cuando entré a la cocina estaba allí, en la mesa, arrastrándose como una maldita cosa babosa, con un par de antenas a cada lado y una especie de caparazón encima. Era, sin duda alguna, el caracol más grande, y por ende, más asqueroso que había visto en mi vida.
Estaba por matarlo cuando Lucía y su mamá entraron y miraron la escena, todavía con las bolsas del supermercado colgando de sus manos. Yo estaba quieto, inmóvil. La mamá de Lucía (con la boca todavía abierta y aquella mirada impregnada en sus ojos) dejó caer la bolsa de supermercado amarilla.
Resulta que el caracol era su mascota o algo por el estilo. Vive en un bonsái, colgado de una rama, haciendo equilibrio la mayor parte del tiempo. Siempre me mira con aquellas antenas tan horribles que despliega de vez en cuando. Es una cosa babosa, despreciable, invertebrada.
No tenía nombre pero a veces Lucía lo llamaba “mi caracol favorito” o “mi caracolito”. En el tiempo en que viví en casa de Lucía no me percaté del maldito animal hasta que hubo pasado un año. Fue un año de mi vida en el que no supe nada de esa maldita cosa. Y fui feliz. Porque de alguna manera, esa criatura, el maldito caracol, me atemorizaba, desarrollé una especie de fobia hacia él. Lo cual resulta curioso, tomando en cuenta que durante toda mi vida los caracoles pasaron desapercibidos en la pista o en el pequeño jardín de mi casa. De niño, solía alzarlos, ya saben, de su caparazón, despegándolos del suelo. Pero nada más. Recuerdo que dejaban una especie de estela verde a su paso.
Quizá fue desde aquella vez que, pasando del corredor a la cocina, miré por la ventana el cielo y me di conque aquella asquerosa criatura estaba pegada en el cristal de la ventana. Por primera vez vi el vientre de un caracol en su máxima expresión. Fue una cosa desagradable.
Una vez le pregunté a Lucía por él. Le pregunté si lo tenían hace mucho. Era de noche, y la luz del televisor nos caía en la cara. Los colores y las figuras caían reflejándose en las paredes de la sala. La tenía abrazada y su cabeza descansaba en mi pecho. Podía percibir el agradable olor de su pelo.
- Uff... -exclamó Lucía, medio dormida, medio en otro lado- desde hace tieeempo... -dijo.
Me quedé callado. No sabía cómo expresarme. Quería decirle que yo odiaba al maldito caracol. Desde que lo vi sentía que aquella cosa tenía algo en contra mío. No era un caracol normal, como los que hay en los parques, todo el tiempo metidos escondidos, sin molestar a nadie.
- ¿Y se puede saber dónde ha estado todo este tiempo?
Lucía hizo un chasquido con sus dientes. Se río un poco. Dijo:
- Eso es porque los caracoles pueden dormir hasta cinco años seguidos... mi mamá lo despertó roseándole un poco de agua encima... es que, a veces, los caracoles pueden... secarse, ¿entiendes?. Necesitan que alguien les dé un poquito de su agua para seguir viviendo...
Está bien, Lucía se veía hermosa, en el límite del cielo y la tierra, diciendo todas esas cosas. Pero era estúpido. De repente, abandonó su lecho. Se enderezó, me miró asustada.
- No estarás pensando... -la oración de Lucía quedó interrumpida. Un ahogado silencio se apoderó del ambiente entonces.
- ¿Qué?... ¿qué sucede?
Lucía se tranquilizó. Volvió a acomodarse, esta vez sobre mis piernas. Era como una niña, aunque se pasaba la mayor parte del tiempo hablando muy seriamente de libros y de escritores poco conocidos. Siempre me decía que su antiguo enamorado había sido un pequeño escritorcito de mierda que nunca llegó a publicar nada, y que la dejó porque ya no la quería más. Y quedó destrozada.
Volví con el tema de aquél animal.
- ¿Y hace cuánto tiempo que lo conservan? Quiero decir...
- No lo recuerdo...
Estaba intrigado. Cómo se podía criar a un maldito caracol, si nada más se dedica a escupir y a balancearse encima de ramas carcomidas por su maldita saliva...
- ¿Dos, tres años?
Lucía musitó:
- Nooo... mucho más.
- ¿Qué?
Lucía se acomodó. Ya estaba dormida. Intenté despertarla.
- ¿Cuánto? ¿Cuánto?
- No lo sé, Roberto, no lo recuerdo...
Acaricié su rostro. Era bellísimo con la luz del televisor en contra nuestra. Su nariz era perfecta y su cuerpo delgado y fino.
- Haz un intento, porfa...
Mis amigos tenían razón: antes de lo esperado ya estaba hablando como un enamoradito de mierda. Era invierno de 1999.
Lucía gruñó:
- Yo tendría unos... aja. Pongamos que está aquí desde, hace unos... seis años...
- ¡Seis años!
Lucía abrió un ojo. Sonrió. Dijo:
- Síp.
- Dios mío... -exclamé-. ¿Es que están ustedes locos?
Lucía frunció el ceño. Se sentó en el sillón, junto a mí. Tenía el pelo pegado en la sien y me miraba intrigada. Molesta. Dijo algo como:
- ¿Qué demonios te pasa?
Se levantó y se fue.
Pude escuchar que azotaba una puerta.

Estamos en la cocina. Hace poco que compré una cajita para hacer pudín. A mí me gusta el mucho el pudín. De vainilla, fresa, chocolate... sobretodo de chocolate. Pero esta vez yo muevo con un enorme cucharón una olla con pudín de vainilla a fuego lento, todavía en estado líquido.
- Excelente -pensé.
Lucía iba de un lado a otro haciendo panes de jamón y queso. Hacía tiempo que yo había comprado aquella cajita de pudín de vainilla y lo había olvidado en algún lugar de la alacena, detrás de algunas cosas (menestras, sartenes, etc) y este sábado a la noche de invierno de 1999, mientras el espantoso caracol de la mamá de Lucía avanza rítmicamente del borde de la ventana al fregadero, Lucía se acerca, me da un beso en la boca y me dice:
- Roberto... ¿qué harías si yo te dejara?
No le contesto nada. El caracol de la mamá de lucía mueve de manera simultánea, pero dispar, ambas antenas, una más larga que la otra. Lucía acaricia su caparazón y le dice: “mi caracolito, mi caracolito” y después se lo deja.
- Vamos, ¿qué harías? Dímelo...
Lucía es lista. No hay nadie en casa. Por lo pronto me dedico a escuchar y a prestarle atención a todo: el pudín, Lucía, el caracol, los panes de jamón y queso... siento que Lucía me toca el trasero. Me pongo en guardia. Por el tragaluz de la cocina de la casa de Lucía se filtran las nubes y el espectro de la luna, que agoniza. No hay nadie más a kilómetros de distancia.
Me vuelve a besar. Yo llevo el cucharón embadurnado de pudín de vainilla caliente en una mano. Lucía le da una lamida. Luego me vuelve a besar. Nos abrazamos. Escucho que Lucía musita mi nombre, y dice: “te amo, te amo”. Nuestra pasión se ve interrumpida por el asco y la repulsión que le tengo al caracol que nos mira.
Lucía pregunta:
- ¿Qué sucede?
- Nada... nada -le digo-, no pasa nada.
Ambos miramos aquella cosa. El caracol que ha llegado a lo que es el fregadero. Nos mira.
- No te entiendo, Roberto -susurra Lucía- no te entiendo...
Vuelve a la mesa, donde sigue haciendo panes con jamón y queso, a los que se va a comer ella les unta mayonesa.
En seguida:
- ¿Qué harías si yo te dejara?
No le respondo. Pruebo el pudín de vainilla. Está listo.
- Comería pudín -le digo.
- ¿Qué?
- Ya sabes.
El caracol continuaba moviéndose de prisa. Ahora estaba encima de una hoja de lechuga. Estaba comiendo. Y nos miraba.
Lucía dice:
- Vamos a la sala -cargando los panes de jamón y queso, y una Inca Cola. Yo meto el pudín de vainilla en una gran fuente y la meto a la refrigeradora.
- ¿Nos está mirando? -le pregunto a Lucía, antes de abandonar la cocina, señalando al caracol.
- Claro que no, idiota.